Pitas, pitas, pitas... nos llamó el paisaje de nuestra infancia. Y nos acercamos a ese gallinero despedazado. Y él nos ofreció un corzo que nos observaba, un pito real escurridizo y unos campesinos que nos regalaban calabacines y cebollas. Y llegó la niebla de las mañanas de invierno, y la escarcha. El agua corría por las acequias y cogíamos los nísperos del árbol. Y ya no podíamos irnos. Porque queríamos ser parte de ese paisaje, sin hacer ruido, con los ojos abiertos y el espíritu gozoso.
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