En 1946, van Eyck fue contratado por Cornelius van Eesteren, jefe del nuevo Departamento de Desarrollo de la Ciudad de Ámsterdam, y asignado para trabajar en el diseño de nuevos espacios de juego con Jacoba Mulder, la segunda al mando de van Eesteren. El primer espacio de juego de van Eyck fue en Bertelmanplein, una plaza pública [...] rodeada de viviendas construidas entre guerras, donde vivía Mulder. Un día, camino al trabajo, ella vio a una niña pequeña cavando en la tierra cerca de un árbol y haciendo pasteles de lodo. Pero luego vino un perro, orinó en la jardinera, y ese fue el final del juego. Mulder decidió que se necesitaba un espacio de juego y van Eyck se ofreció como voluntario para el trabajo. Un vecino que pasaba vio el espacio de juego y escribió a van Eesteren, solicitando uno para su vecindario. Lo mismo sucedió una y otra vez, hasta que se convirtió en una política pública. Cualquier vecindario de la ciudad que quisiera un espacio de juego podía solicitarlo. Los urbanistas señalaron como zonas prioritarias los sitios abandonados y dañados por la guerra dentro del tejido histórico de la ciudad, así como los nuevos desarrollos de vivienda de la periferia. Después de que se construyeron, las cartas siguieron llegando, algunas con quejas por la arena que entraba en las casas y porque era usada por los animales, otras quejándose de la sobrepoblación y por los jóvenes acariciándose al anochecer. Aun así, la mayoría de las cartas eran peticiones para más espacios de juego.1
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