Uno de los grandes retos de nuestras ciudades hoy día es conciliar dos objetivos prioritarios que, por momentos, parecieran ser irreconciliables: reducir la desigualdad y atender los efectos del cambio climático. Por un lado, nuestro planeta está en un momento crítico en el cual ninguna acción debe desestimarse. El crecimiento urbano es siempre a costa de espacios verdes, razón por la cual debemos controlar nuestros asentamientos. Pero también es un hecho que existen normas ambientales que, además de no ser idóneas para cumplir con el fin que se proponen, generan efectos discriminatorios hacia los sectores más excluidos. Son a ellos a los que suele aplicárseles de manera más rigurosa los requisitos administrativos en materia ambiental, así como las sanciones por su incumplimiento. ¿Hay forma de salir de esta aparente dicotomía?
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