A estas alturas está muy claro: la contaminación visual es tóxica para la ciudadanía, es un grave demérito para los contextos públicos. En todas las ciudades adelantadas la “publicidad exterior” está severamente controlada. Porque en ellas se ha establecido un firme consenso acerca de la indispensable dignidad de los ámbitos públicos. La publicidad descontrolada es una bofetada, un agravio al bienestar de todos. Así de fácil, así de terminante.
En Guadalajara, desde hace décadas, este tema está fuera de control. Poderosos intereses económicos corroen, en estos aspectos, el estado de derecho, las reglamentaciones municipales, los esfuerzos de los ayuntamientos que, bienintencionados, se topan con un sinnúmero de intereses creados. Particularmente ilustrativo es al caso de Zapopan, en donde seriamente se ha tratado de atacar el problema, no sin graves dificultades y aún agresiones a sus autoridades. En la realidad, los anuncios no hacen más que proliferar y crecer, algunos, monstruosamente de tamaño.
No se trata, ni de lejos, de un asunto trivial o epidérmico. La impactante presencia de los anuncios, particularmente de los “espectaculares” que flagrantemente violan todas las normas es un mensaje patente: es “normal” traicionar las reglas de la convivencia urbana, la ganancia privada está automáticamente por encima del bien público. Y de allí la tan perniciosa noción enviada a todos los habitantes: la ciudad está sujeta al interés individual, a la ganancia económica que pisotea cualquier principio cívico. Y esta inercia se infiltra en todos los campos: basura, desperdicio de agua, evasión de obligaciones y ordenamientos, contaminación, insolidaridad…
Se ha mencionado, en este contexto, que quienes aspiren a puestos de elección política deben ser los primeros en buscar la promoción, por la vía de los hechos, del mencionado bien común. Por otro lado, nadie sabe con certeza metodológica qué tanta efectividad, en medio de la lamentable cacofonía visual que en tantos entornos padecemos, del método “espectacular”, que visiblemente naufraga en medio de la confusión, e incluso irrita.
De allí que toda suerte de candidatos, si de veras aspiran a transmitir propósitos de mejoramiento comunitario y tienen una elemental congruencia, deberían abstenerse de contribuir a la degradación de la ciudad que provoca el empleo de los perniciosos anuncios “espectaculares”. Pero ellos y sus equipos de campaña apelan a un supuesto pragmatismo y de esta manera contribuyen al consuetudinario tráfico de favores con los anunciantes que tiende a perpetuar las prácticas perjudiciales a la convivencia citadina y humana. Y así el grave problema, la afrenta a la sociedad, persiste.
Somos testigos de cómo el deterioro del medio urbano avanza a través de la contaminación visual. Es evidente que esta situación mina las bases de la convivencia, la legalidad, el estado de derecho. Quienes aspiran a, según sus discursos, mejorar las condiciones de la comunidad deberían de poner el ejemplo. Y no usar los dañinos anuncios “espectaculares”. Es más que tiempo de romper con prácticas hace tanto tiempo obsoletas y superadas.
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